[NRR, I]

Nostalgia de la ficción. Escucho en la radio que un hombre ha muerto, atropellado. El reportero es sensible al futuro del que ya no lo tiene: si el accidente no hubiera ocurrido (comenta al titular del noticiero), ese hombre hubiera cumplido el día mañana (hoy) 40 años. Tristes coincidencias, más o menos añade:

El mismo día que el señor padre del ahora occiso cumplirá tantos más; desgraciadamente, este hombre de avanzada edad se encuentra desde hace días internado en el hospital por motivos de salud, graves, y el resto de su familia no sabe cómo notificarle la pérdida de este ser querido, su propio hijo, en el día de su cumpleaños… 

Mientras, la emisión ha alcanzado a registrar que alguien, al fondo, llora. Sugestivo, el titular pregunta al reportero si acaso el fallecido tendría él mismo esposa e hijos. Sin rebasar el dejo de duelo que le permite su profesión, el reportero responde:

Lamentablemente, sí.

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El entrañable heraldo de la desgracia. La muchacha que anuncia el pronóstico del tiempo también hoy está contenta. Ha dicho su nombre pero no identifico a qué emisión pertenece y no sé cuál de todas ellas es. Pero tengo garantizado que será por lo menos atractiva y que debe de estar sonriendo. Parece cantar cuando vaticina la proximidad de un frente frío y por un momento yo vivo la experiencia de su ánimo y juega en mí la idea de su promesa, la ilusión de la cercanía. ¿Sabrá lo mucho que me gusta que haga frío? ¿comparte mi esperanza, le complace emocionarme? De cualquier modo, yo me entusiasmo y, si no me dispongo a esperar el arribo del temporal soñado, sí me entretengo un poco imaginándolo. Sin que suceda, o aún, casi lo disfruto de antemano cuando estoy a contrapelo de una resolana cuya resistencia daña mirar ante un solar donde yo venía a pensar hace mucho tiempo. (Pero luego recuerdo otros frentes, y la sucesión de pronósticos con la que han castigado, año por año, mi afán imposible de Siberia.)

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La hospitalidad del mal. Fue hasta una noche del verano siguiente cuando caí en la cuenta que, a diferencia de otros tiempos, no recordaba nada del invierno anterior. Es decir: no guardaba ninguno de sus cielos, con qué velocidad atardecían, si su viento cruzó silbando por las coyunturas de mi cuarto piso: nada para la representación –ni por qué. Pero esa noche era pródiga en estupor: la radio entonces dictaba 35 grados rayando la madrugada. Durante el día había llovido interrumpidamente, apenas para que el asfalto explanara coronas y coronas de vaho. Pesadas, habían subido con lentitud inerte desde las seis de la tarde hasta mi techo. Por las grandes ventanas no corría una gota de aire. Yacía sin sueño, aletargado, y el humo del cigarro estaba húmedo de frotarse entre el aceite de vapor que barrenaba inútilmente. A ras de ese exceso se me hizo posible la incandescencia de una ingravedad contra otra y supe por qué. Era coincidencia que ese invierno estuve enamorado. Olga venía a casa con frecuencia y, cuando lo hacía, cerraba las ventanas para ella y echaba las cortinas abajo. Y aunque cada vez que ella no estaba no, yo esperaba a que estuviera mientras me divergía con la noción de lo que ella me era cuando sí y la pensaba de muchas maneras por toda la casa de tal forma que no había tiempo para ver más allá de las ventanas abiertas.

El diván de la insolación, VI

La ternura es un sentimiento de jet-lag. La sonrisa en el rostro del enternecido es siempre derrapada por un desfase: sobre la inocencia del sujeto de admiración se asombra el ala del heraldo de la desgracia. La corrupción de consentir en lo inevitable es el revés de una fe doblegada por lo que aún no existe. (Y quizá el principio del amor por el fin de lo amado en ese ser).