All sad people like poetry. Happy people like songs.

La deforme criatura traída a la vida por Víctor Frankenstein le pregunta a esa bellísima posesa interpretada por Eva Green (firme candidata a una de las nuevas maravillas del mundo) si le gusta la poesía. Green responde:

All sad people like poetry. Happy people like songs“.
[“A las personas tristes les gusta la poesía; a las felices, las canciones”.]

hqdefault

***

Es que he estado viendo Penny Dreadful. Es una lástima que una buena y entrañable idea trastabille tanto por falta de un editor, presumiblemente; o de presupuesto, o de tiempo quizá. En cualquier caso la ausencia de esa visión arruina aquello que pudo ser, y eso sí está prometido fielmente. El guionista le sale debiendo a los personajes que (re)creó, de la misma manera que el doctor Víctor Frankenstein le deberá para siempre un mejor mundo a su criatura.

El doctor nutrió la educación de su experimento con una dieta rigurosa de libros de poesía, supeditado el objetivo de que éste llegara a ser casi humano —y el monstruo lo será demasiado más. Llega a inventarse un pasado cuando le preguntan si es creyente: “Cuando era joven leía La Biblia; luego conocí a Wordsworth”. Quién sabe si esa es la forma que tiene de afirmar la fe un objeto animado que, por funcionalidad, se hace llamar a sí mismo John Clare —homónimo de un romántico inglés.

***

Pienso en la esencia del monstruo: un no-muerto melancólico y suturado con aleaciones de materias ajenas y sólo parecido a la vida por la descarga del relámpago. Como los poetas; al menos esos que lo constituyen y por lo que siento que son versos las costuras que mantienen atado su cuerpo: como si en cualquier momento lo que ciñen fuera a estallar.

No hay una diferencia sustantiva entre él y lo que siente —y eso debe ser terrible.

No está más ahí

Todo el día he tenido la corrosiva sensación de que hay algo acechándome dentro de esta casa; la certeza de que alguien me mira ha comenzado a pesarme entre la espalda y la nuca y —ahora— a las 16:07 de este viernes, he tenido la mala suerte de alcanzar algunas risas en la sombra, donde dobla el pasillo.

Escribo esto, y volteo a uno y otro lado. Escribo esto para dejar testimonio. Esto no es una coartada.

Ustedes saben quién soy.

—Rodrigo, no.

[Realmente se le ve muy mal. Intentó salir pero sintió las tres puertas cerradas y, peor: está convencido de que no hay forma de alcanzar los ventanales. No lo sabe pero incluso asume que el vidrio está blindado por algo sin sustancia. Parece un perro en las últimas, con mucha hambre o puro frío mientras busca las llaves desesperando los lados. Se asoma bajo la mesa—las llaves están encima—; se asoma bajo la cama casi con los ojos cerrados y tienta con sudor y temblor lo oscuro. La humedad que rodea su piel, esa la percibe como una hostilidad que lo soba y jala venida de quién sabe dónde; le aterra vislumbrar el paradero.

Las llaves están sobre la mesa: frente a sus ojos. Pero él no podrá hallarlas y se acoda a llorar con un sofoque estrechándose cada vez más filoso y parecido al silencio. Le mortifica que lo sepan y —ya cerca del fin— vengan por él.]